Francesca Gargallo Celentani
Universidad Autónoma de la Ciudad de México
fragacel

Quiero seguir
así de líquida
encendida,
sonora,
deslumbrada.
Aralia López, Un país sin invierno

Resumen: La forma de relacionarse con las mujeres y los hombres de Aralia López implicaba un constante tejer interpretaciones y proponer utopías para entender que con la narrativa y la poesía también se hila una nueva subjetividad personal y colectiva. Poeta y voz indispensable de la crítica literaria feminista latinoamericana, Aralia cultivaba la amistad entre mujeres y la expresión de la diferencia femenina. Su obra y su vida cuestionaron la hegemonía masculina patriarcal y pusieron en entredicho ideas y prácticas tradicionales dañinas para la libertad.

Palabras clave: amistad entre mujeres, crítica literaria, subjetivación, feminismo, diferencia
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Hace unos doce años Aralia López me invitó a su casa para hablar de poesía y de la dificultad que tenemos las mujeres para encontrar editores que no nos quieran reconducir a las buenas maneras del plural masculino, del canon del amor entre dos y de un desarrollo narrativo con sus dosis de suspenso. Aralia era divertidísima cuando se enojaba, por lo que había intuido al cruzar de manera novedosa sus estudios de lingüística y sicoanálisis en Puerto Rico y en El Colegio de México. Logró puntualizar, posteriormente —a la luz de una teoría literaria feminista que venía elaborando con sus amigas y colegas del Seminario de Investigación sobre Escritoras Mexicanas— que el fantasma de la masculinidad sigue peleando su batalla en solitario, aun cuando las mujeres dudan de las verdades aprendidas y ensayan formas de decir que no apelan al interés masculino. La seguía indignando, a pesar del tono irónico, la discriminación de la que ella era víctima, como todas, a pesar de ser una escritora sutil, una lectora atenta y, muy probablemente, una de las mejores conocedoras del interés de las mujeres por verse reflejadas en una literatura propia.

Esa tarde fustigó con su humor cortante al editor que le había rechazado un poemario. Mi enojo fue mucho más vehemente y, estoy segura de ello, aunque no recuerdo cuáles, debo haber lanzado varias palabrotas. Solo cuando me calmé, me leyó sus poemas, que tejían pensamientos e imágenes. Aralia era una maestra en espejear las luces de los barcos en el océano con la inteligencia que va apareciendo en el horizonte de las reflexiones dialogadas. Apelaba constantemente a “las aguas profundas del lenguaje”, sostenía la coherencia subterránea de las voces desarticuladas e insistía en que el deseo interpreta la realidad. Nos unía una común isleñidad, cubana ella, siciliana yo, que nos permitía entender sin demasiadas palabras que el mar es el cofre donde guardamos lo indecible, porque su tamaño, su belleza y su fuerza nos rebasan en lo absoluto.

XV
Entre los jadeos apacibles del oleaje
caminamos por la arena vieja
disolviendo la espuma en la orilla
(López 1998: 102)

Cuando nos alcanzó la noche y tuve que tomar un taxi para volver a casa porque el último metro había salido, me tendió un regalo que, como toda esa larga tarde, era un guiño a nuestra amistad entre mujeres. No había olvidado que yo acababa de cumplir 50 años y que siempre me interesé en los lazos que tejen entre sí las artistas de diferentes disciplinas. En un sobre de manila estaban tres libritos en biombo que forman parte de una serie de 25 originales múltiples de La Infiel, de Carmen Boullosa —la escritora que en la década de 1980 se declaraba feminista— y la pintora Magali Lara.1 Las tres historias respondían al nombre de “La bruja”, “La gigante” y “La enemiga”. Me dijo que los había comprado en 1987 para apoyar a esas dos mujeres amigas y que había llegado el momento de que yo los tuviera, porque conmigo podía hablar de lo creativa que es la amistad entre mujeres.

Hoy por la mañana presté los tres libritos pintados y caligrafiados por Magali y Carmen (que he enmarcado y presiden mi sala) a mi amiga ceramista y fotógrafa Elizabeth Ross, que coordina la primera exposición de artistas feministas mexicanas en diálogo con artistas chinas. Le pedí que me los cuidara mucho y le conté de la amistad inteligentísima y profundamente afectuosa que me unió a Aralia López.

La amistad entre mujeres… Una utopía que se concreta empezando a hablar con una escritora joven que nadie conoce, cocinando para los afectos y reuniéndolos alrededor de una mesa, presentando a un cantante peruano con una narradora costarricense, un poeta argentino a un periodista guatemalteco, una extranjera a un cenáculo de intelectuales reconocidos, así como aceptando las diferencias de carácter de la vecina o a través de la complicidad entre la estudiosa y su escritora favorita. En 1998, Aralia le escribió a Rosario Castellanos:

Dime Rosario
¿cuándo mujeres ilustres para mujeres resignadas?
La plaza la ganamos
Al lado del Cid
Jimena no reclama la deuda,
conquista del buen amor los territorios
sin disímulo del Arcipreste.
En marcha con el de Vivar
escribe las nuevas crónicas.

Pero
Elvira y Sol
no las reconocen.

El fantasma del Campeador
Sigue ganando batallas lejos de la Dueña
(López 1998: 30).

Cuando pude escuchar a Aralia López en vivo, yo ya la conocía porque la socióloga feminista Elizabeth Maier, quien estudiaba a las mujeres en la revolución nicaragüense, me había hablado con entusiasmo de sus ideas, recomendándome la lectura de De la intimidad a la acción: la narrativa de escritoras latinoamericanas y su desarrollo (López 1985), un librito impactante. Antes de que las feministas de la diferencia sexual italianas y francesas se estudiaran en México, Aralia había emprendido la tarea de entender por qué y cómo las escritoras mujeres se acercaban a la realidad y presentaban los hechos desde una atención y unos intereses diferentes a los propios de las poéticas masculinas.

En 1989, el lanzamiento del número 40 de la revista Blanco Móvil dedicado al feminismo me ofreció la ocasión de conocerla personalmente. Aralia sostuvo ahí que lo masculino no es universal y solo reporta la experiencia emotiva de una parte de la humanidad. La condición femenina produce la comprensión de lo que la supuesta universalidad de los cánones literarios masculinos deja al margen y niega como aporte artístico. Su pasión por Rosario Castellanos la llevaba a entender que los temas en literatura no son nada inocuos y que, en la escritura, de no cuidarse la estructura, la forma y el contenido, se reproduce el poder masculino, ese poder difuso que supone una sesgada visión histórica y crítica. Sentí una empatía inmediata con esa mujer que sonriendo desafiaba la idea falsa —pero que hasta sus compañeras de mesa sostenían— de que el arte no tiene sexo. Para Aralia, las escritoras configuraban una colectividad que desafiaba la represión con su poética, pues escribiendo se forjaban una subjetividad capaz de textualizar sus experiencias.

Me acerqué tímidamente a ella. Yo era una estudiante de Estudios Latinoamericanos que había logrado publicar una novela sobre una periodista en Nicaragua; ella era una de las más importantes investigadoras de El Colegio de México, que desde su fundación en 1984 formaba parte del Taller de Teoría y Crítica Literaria Diana Morán. Sin embargo, para aceptarme como amiga le fue suficiente reconocer que ambas preferíamos el valor de la experiencia histórica de las mujeres, antes que reclamar una absurda igualdad con los hombres que nos conduciría inevitablemente a someternos a sus interpretaciones, renunciando a una voz propia.

Aralia sostenía que la condición femenina requería de un cambio y que en México era Rosario Castellanos quien había empezado a actuarlo en su poesía y en su narrativa. En su artículo “Narradoras mexicanas: utopía creativa y acción”, de 1991, analizando el poema “Meditaciones en el umbral”, que Castellanos había escrito poco antes de morir en 1972, hacía hincapié en el deseo de la escritora chiapaneca del nacimiento de una nueva mujer, reconociéndolo como un anhelo feminista —apuntaba Aralia— que fue creciendo en la obra de Rosario hasta alcanzar una fuerza emancipadora. Rosario Castellanos sostenía que, para lograrlo, las mujeres latinoamericanas no podían seguir modelos, sino que tenían que inventarse. Para Aralia, en el abordaje literario de su vida y sus propuestas, esta creación se hacía realidad. En la década de 1950, las escritoras mexicanas robustecieron su conciencia y pudieron volverse lo que eran, se forjaron una interpretación del mundo y surgieron como un sujeto social fuerte, anclado a la vida, capaz de superar la violencia y la discriminación (López 1991). En su artículo traza Aralia un vínculo que va de Castellanos y sus contemporáneas Josefina Vicens, Elena Garro y Asunción Izquierdo a Ángeles Mastretta y Carmen Boullosa, pasando por Rosa María Roffiel, Elena Poniatowska y Brianda Domeq, llevando agua a una corriente propia, desligada del canon masculino.

Leer a Aralia López en la década de 1990 era una bocanada de aire fresco en medio de la distorsión sociologizante del feminismo mexicano, que abandonó el camino de la creación (y con ello dejó de interesarse en el trabajo de las artistas) para convertirse en algo atrapado en las políticas de la institucionalización de los estudios de género, que pretendía reducir la pulsión libertaria del feminismo a prácticas de denuncia de la violencia y propuestas de salud reproductiva.

Dos características de la personalidad de Aralia influyeron en ello: su continua producción poética y su diálogo con la creación literaria de las mujeres, a la que siempre reconoció histórica y relacional.

Aralia, en efecto, amaba a los seres humanos. Los había padecido. Parte de su vida personal alimentaba su literatura, en particular la pérdida de la cotidianidad con sus dos hijos, Yareli y Fidel, que le fueron sustraídos por su exmarido cuando niños. En “Cicatrices”, poemas finales de El agua en estas telas, revelan los afeites con que cubrió la herida de la pérdida, su disfraz de gitana, tanto como la fuerza de su esperanza (López 1996: 33-43). Su vida habría podido ser tenebrosa, ácida y maldita, pero ella prefirió vivir la positiva enseñanza que recibió del encuentro con cada mujer, hombre o intersexual con quien se fue topando. Mujer de isla, convirtió su casa en un puerto; analista de la palabra, cultivó su fluir comunicante.

En la plaqueta Cercanía y barcos, Aralia publicó quince poemas acompañados de los dibujos de Guillermo Scully, el padre de mi hija, que le regaló para la portada un muelle de La Habana con peras y sandías, donde había atracado el barco Siracusa, el nombre de mi ciudad. La dedicatoria no podía ser más abierta a la idea de que el arte nace de una pulsión de colectividad, un oleaje de significados y afectos: “Para Pedro Miguel, decano del gesiac y de la Tertulia de Corregidoras. Y para Francesca, Roberto y Norma: mis contertulianos”.

Ávida de tierra
busco un lenguaje anterior
a este simulacro cotidiano.
Niega la errancia
el jazmín aturdido que golpea la puerta de la casa.
La mejorana y el orégano,
las rosas,
no contestan.
Solo la banda del pueblo
despide a la difunta de los anillos.
Todavía es mañana,
pero fue ayer el tiempo
(López 1997).

Reencontré esta entrega total de Aralia a la construcción de relaciones solidarias y sensibles —personalmente políticas, como solía decir—, en otras palabras que desafiaban, a la vez, su convicción feminista, abiertamente antipatriarcal, pero nunca andrófoba, y su poesía intimista, muy distinta a la cabalgante épica de la rendición de cuentas de la vida, presente en Susurros de la memoria, de Eduardo Mosches. Era 2007, todas y todos en México estábamos sacudidos por las derrotas sociales que se subsiguieron en Atenco, Oaxaca y en las elecciones presidenciales de 2006; el clima durante el lanzamiento del libro de Mosches no era precisamente festivo. A Aralia le dolía México y temía los desplantes militaristas del presidente Calderón, que acababa de declararle la guerra al narcotráfico, lanzando al ejército a la calle. Desconocíamos aún las consecuencias genocidas de esa declaración, pero algo molestaba las conciencias, traía a la memoria malos recuerdos, presagiaba lo nefasto. Sin embargo, llegó elegantísima al Foro Coyoacanense, con tanto de larga boquilla de baquelita y plata para sus eternos cigarros y manos anilladas. Al finalizar la presentación del libro de su amigo y coetáneo, me dijo: “Es el único patriarca que tolero. Es un hombre de valores perennes, un personaje antiguo en el cual puedes confiar y cuida tanto de su gente que su palabra debería ser escuchada, leída y repetida”.

De las relaciones entre mujeres y de las mujeres con el mundo mixto de personas y sexualidades diversas, había escrito en 2000:

La asignación y asunción del género sexual, masculino y femenino, en el marco patriarcal de las sociedades tradicionales y modernas, constituye formas diferentes de ser y estar en el mundo, de organizar la experiencia y la conciencia, así como las relaciones intersubjetivas. La atribución genérica es una de las determinaciones culturales de la subjetividad, individual y colectiva, que provee a hombres y mujeres de matrices sensoriales, perceptibles, simbólicas y conceptuales diferentes para abordar y estructurar la realidad en su sentido más amplio. Los patrones genéricos diferenciales no tendrían ninguna trascendencia si no estuvieran condicionados ideológicamente en términos sexistas, y ligados a proyectos históricos y sociales androcéntricos que necesitan justificarse a partir de una tradición, y de acuerdo con patrones supuestamente inalterables de identidad individual y social (López 2000: 85).

Para ella el lugar hegemónico que ocupa el género masculino en el juego de fuerzas sociales podía ser trastocado en el momento mismo de la construcción de una democracia que reubicara en sentido no jerárquico las piezas de clase, etnia, nacionalidad, edad, sexo, nivel educativo y funcionalidad del mosaico social. Esa democracia solo podía construirse desde una visión feminista de la realidad, inclusiva y que inaugurara una nueva narrativa.

En la única novela que Aralia publicó, Sema o las Voces, escribió textualmente “carente de historia entre tanta historia, la narración languidece” (López 1987: 86). A la creación del “otro modo de ser mujer” postulado por Rosario Castellanos, paso rebelde de la subjetivación en femenino ante la opresión y la aceptación del mandato cultural patriarcal, Aralia la instaló en los encuentros para dialogar, cuidarse mutuamente y atender la palabra propia y de las personas con quienes interactuaba. En su casa era factible cruzar las mentes más brillantes de Cuba, Puerto Rico y México, sin ninguna discriminación de clase, sexo o, menos aún, rasgos físicos. Ciertamente, nunca creyó que la inteligencia de la vida fuera una condición académica. Le rendía culto al antiguo valor de la hospitalidad y a la amistad de corazón a corazón; era capaz de adoptar amorosamente a jóvenes cuya brillantez intuía y de guiar a mujeres diversas al encuentro con su inteligencia. Conocí con ella a escritoras, directores de cine, cantantes, vendedores de paquetes turísticos, cocineros, maestras, periodistas y médicos —a los galenos, al igual que la filósofa Vera Yamuni, les atribuía el conocimiento desnudo del ser humano—. Por motivos laborales, tuve el placer de cruzarme luego con muchas de sus antiguas alumnas y alumnos, algunas excelentes escritoras, como Adriana González Mateos y otras filósofas, como Antonieta Hidalgo, todos y todas atentas a los detalles en las relaciones, a no ofender, a sostener lazos de comprensión y a valorar la palabra y sus formas.

Aralia López decía que de la universidad solo rescataba la relación de enseñanza- aprendizaje con personas más jóvenes que ella, pues le hacían comprender el presente. Detestaba las zancadillas entre colegas y las envidias, las descalificaciones y la incapacidad de formación horizontal que se volvían propias de las dinámicas académicas. Primero en El Colegio de México, luego en la Universidad Autónoma Metropolitana, fue capaz de desentenderse del horrible, neurótico y voraz mundo de la competencia y enseñar a su alumnado a cruzar ideas, crecer en grupos de reflexión, coser interpretaciones sicoanalíticas, estudios históricos, teorías del feminismo de la diferencia y análisis literarios hasta llegar a un tejido de interpretaciones que puede compartirse. En los talleres y tertulias no institucionales en los que participaba era enfática al urgir el desmantelamiento de la confrontación destructiva. Por eso, su feminismo era ecuménico y profundo, una sutura entre los sectores construidos y separados por el patriarcado y la misoginia clasista y sexófoba.

Muy pronto, en sus artículos sobre la novela del 68 en México, que ella llamó “literatura tlatelolca”, lanzó una mirada de escalpelo sobre las redes que subyacían a ese momento histórico parteaguas, así como sobre la verdad de la ficción.

Si la pura verdad en México es que madurar equivale a morir, y si la muerte es la negación del ejercicio de la vida en todas sus manifestaciones, incluso la literaria, ¿cómo conciliar esta trágica visión con el saludable desarrollo de la novela tlatelolca, la misma que exhibe sus credenciales como una forma vital de acción en el mundo, como defensa de la memoria colectiva, como rescate de la verdad histórica? (López 1986: 10).

Más que analizar el contexto rebelde aniquilado por la fuerza represiva, estudió cómo las mujeres participaban, hablantes silenciadas, de una corriente cultural de época, posvanguardista, urbana, desarrollista y convulsa. Cronistas sociales y fundadoras de una narrativa en tensión entre lo íntimo, lo urbano, la protesta y lo histórico, María Luisa Puga y María Luisa Mendoza fueron las voces audibles de decenas de escritoras semiescondidas que buscaban dar testimonio de su experiencia, tan válida como la que describieron Arturo Azuela, Luis González de Alba, Juan García Ponce y Gustavo Sainz. Aralia sostenía que la novela tlatelolca —como antes la novela de la revolución mexicana, y después la novela feminista— ha narrado los efectos de la realidad en la conciencia, haciendo del tiempo y del espacio concretas estructuras del sentido.

Hoy en día, estos conceptos vuelven a mi memoria, contundentemente actuales, cuando les digo a mis alumnas y alumnos —a quienes pido que apaguen sus teléfonos celulares mientras ponemos en circulación la palabra— que solo el arte puede revivir la sensibilidad en los periodos de represión de la comunicación intervenida por un poder censor. Aralia López, en efecto, me enseñó el carácter perverso del ofrecimiento romano de “pan y circo” para las masas —masas que nunca son de “iguales” sino de sobrantes, sacrificables a controlar y, de ser posible, exprimir—. Hoy, cuando creemos estar “en contacto” con alguien porque pertenecemos a su red virtual, o cuando sostenemos compartir la belleza de un espectáculo que no observamos por estar fotografiándolo, recuerdo sus llamados a nunca perder la percepción de las situaciones, de las miradas, de las necesidades de las personas en su condición de sujetos. Sin embargo, a diferencia de 1968, hoy no se nos miente ocultando los hechos, sino que se nos invita a sumarnos a la normalización de la brutalidad de las noticias que compartimos sin detenernos en ellas. Somos seres insignificantes, dominados por la ilusión de valer algo porque compartimos voluntariamente los datos que el poder patriarcal hegemónico puede usar para reprimirnos.

Debajo de las piedras
ceguera de rastros.
En el lento parpadear de la señora de la habitación,
deshilvanadas costuras al paso de otras noches;
caprichoso desfile,
fechas sin dueño de la soledad:
sucesos sin historia
(López 1998: 110).

Añoro su congrí, la mano que ponía sobre mi rodilla para atraerme a su mundo de complicidad femenina, la mesa de retratos de su sala, la mirada negra y abierta tras sus grandes lentes (“mis cuatro ojos sorprenden / una mirada sin espera”, se describió en “Después del deseo”) (López 1996), la lectura de obras que descubría a través de su análisis, la falta de maldad en sus comentarios sobre las personas: “Horacio es un gran filósofo; tendríamos que hacer un esfuerzo para que sepa que lo leemos con cuidado”; “Adriana alterna sus personajes con verdadera maestría”; “Ay de Pedro Miguel, más se esfuerza en pasar por cínico, más revela lo ético que es”. Quisiera leer los poemas que sé que siguió escribiendo, aunque dejó de publicar por el cansancio que le provocaba buscar editores que no la entendían. ¡Qué falta me hacen un par de tomos de su obra completa, édita e inédita!

Cuando estaba leyendo su difícil novela Sema o las voces, dedicada a “los que tienen confianza en el sentido”, aprendí mucho de su triste ironía con respecto a los héroes. Hoy me resulta muy precisa su descripción de Hércules: “Sí, el problema era muy diferente, pues Hércules buscaba el sí mismo en la maza, objeto cargado de prestigio que lo identificaba soberanamente de acuerdo con la ideología dominante a la que pertenecía” (López 1987: 71). La última vez que nos vimos, trató algo muy parecido al referirse a la cronista bielorusa Svetlana Aleksiévich. “Narrar lo que otra mujer te confía para que su voz se cruce con otras y construir un gran relato coral no ha de ser fácil”, me dijo a propósito de La guerra no tiene rostro de mujer, que entonces era el único libro que ambas habíamos leído de la Premio Nobel. Se quedó callada por un rato, luego agregó: “Pero es cierto que las mujeres hemos desarrollado otro modo de narrar la heroicidad”.

¿Quién iba a imaginar que sería la última vez que nos veríamos? No se sentía bien, pero se sentía mejor que en los años anteriores. Me contó de las dificultades de las actrices cuando dejan de ser jóvenes; nunca supe si hacía referencia a su propia experiencia teatral, un hobbie que había descubierto una década antes, o si reseñaba las vivencias de su hija. Debía dejar de fumar, pero realmente no quería, o no podía. La aburría ponerse a escribir y cuando se sentaba al escritorio se preguntaba por qué. En fin, una conversación entre personas que se quieren, que se ven poco y tienden a poner al corriente sobre su vida a su interlocutora. Luego hablamos dos o tres veces más por teléfono, algo que a mí no me agrada y que ella tampoco amaba mucho. La última vez me participó un temor: “Tendríamos que vernos, tenemos tanto que decirnos”, pero no me citó ni yo insistí. Casi un año después, la llamada de Eduardo Mosches para avisarme de su muerte, el 3 de diciembre de 2018, me dolió, despertándome un profundo enojo contra mí misma, que no había ido a visitarla.

Extraño su voz —escucharla hablar de las escritoras que más le gustaban—. En una sola ocasión me sorprendió hablándome de mi obra. Mis novelas le recordaban la prosa de Rosario Castellanos, porque ambas éramos escritoras y filósofas y organizábamos como tales el relato de la conciencia. Una declaración tan grande de mi valor literario me coloreó las mejillas como un tomate: Rosario Castellanos es mi escritora mexicana favorita, tal como lo era para ella. Se dio cuenta de que me había intimidado y sin mediar palabra me pasó su ensayo “Narradoras mexicanas: utopía creativa y acción”, donde reflexiona sobre la utopía, como lo hacían por esos años los filósofos Horacio

Cerutti y María del Rayo Ramírez Fierro, con quienes nos reunimos mensualmente entre 1994 y 1996. “La matriz imaginaria de la utopía”, escribió Aralia, es precisamente lo que hace posible el fenómeno de la literatura de mujeres, la liberación de las escritoras, permitiendo que transiten por las violencias, confusiones, fragmentaciones, derrotas y logros hasta suscitar otros deseos y “asumirse como seres de lenguaje e intersubjetividad, vinculándose a la participación social” (López 1991: 90-91).

La espiral parece un círculo. La narrativa de Rosario Castellanos. Análisis de “Oficio de tinieblas” y “Álbum de familia”, que la uam publicó en 1991, fue, como bien dijo Yvette Jiménez de Báez, una lectura que abría al diálogo, un hijo de la sensibilidad y la inteligencia (Jiménez 1992). Me encantó la insistencia de Aralia en las ideas y los contextos históricos en los cuales se construyeron las obras literarias de Rosario Castellanos.

Pero lo más placentero fue leer con ella su poesía o escucharla declamar, me llegaba llena de matices memoriosos, animaciones y regalos. Un país sin invierno se inaugura nombrándose:

Esta manía de contarles,
contarme;
decir mi ateo nombre
tan lleno de ventanas…
(López 1998: 9).

La luna menstrúa y el calor es solar e iluminador ahí donde los remotos ecos perturban la dulzura y los barcos anclan las rocas para que no las desaferre el mar. Porque entre tantas imágenes se colaban la figura de la abuela, la madre y otras mujeres tras las ventanas, le regalé una cortina blanca de lino bordado para que, ligera, se moviera en su ventana. Pensé que si “el curso del tiempo retrocede”, entonces todas podemos reencontrarnos niñas ante una ventana en la que una cortina, una vela, se sacude en la brisa marítima. Pues sí, yo, como Aralia, pertenezco, luego soy, de una isla.

Creo saber que si Aralia dejó de luchar para conseguir que le publicaran sus poemas fue porque, en el fondo, la fama nunca le interesó. Le gustaba brindar su voz poética, no imponerla. No obstante, que los editores no corrieran tras las obras de una escritora tan profunda y gentil tiene que ver precisamente con lo que Aralia López siempre denunció en sus estudios el poder de la forma masculina y su manera de nombrar. Es sobre esa forma como se sostiene el poder que oprime. Aralia, a todas luces, escribía fuera del canon y producía literatura desde la libertad creativa, propia de la utopía feminista en proceso de realización. Por ello llamaba a toda la humanidad a germinar:

De sangre el riego
germina la pisada
granos y frutos
antevísperas estériles
impacientes ya de la paciencia
aumentan los regalos
quiero creer lo que dice la higuera
el itinerario del polen
en el vestido que me teje el aire
(López 1998: 68).

Bibliografía

Jiménez de Báez, Ivette (1992). “Aralia López González. La espiral parece un círculo. La narrativa de Rosario Castellanos. Análisis de ‘Oficio de tinieblas’ y ‘Álbum de familia’. México, Universidad Autónoma Metropolitana, 1991”, reseña en Literatura Mexicana, vol. 3, núm. 1: 220-227.

López González, Aralia (1985). De la intimidad a la acción: la narrativa de escritoras latinoamericanas y su desarrollo. México, Universidad Autónoma Metropolitana.

López González, Aralia (1986). “La narrativa tlatelolca”, Blanco Móvil, núm. 15, noviembre: 5-10.

López González, Aralia (1987). Sema o las voces. México, Ediciones El Tucán de Virginia.

López González, Aralia (1991). “Narradoras mexicanas: utopía activa y acción”, Literatura Mexicana, vol. 2, núm. 1: 89-107. <https://revistas-filologicas.unam.mx/literatura-mexicana/index.php/lm/article/view/25/25>, consultado el 25 de abril de 2019.

López González, Aralia (1996). El agua en estas telas. México, Praxis.

López González, Aralia (1997). Cercanía y barcos. Toluca, La Tinta del Alcatraz/Universidad Autónoma Metropolitana.

López González, Aralia (1998). Un país sin invierno. México, Praxis.

López González, Aralia (2000). “La Modernidad y las narrativas mexicanas contemporáneas: tres novelas de fundación”, Signos Literarios y Lingüísticos, II, núm. 1, junio: 85-97. <https://waldemoheno.net/signos2-1/Lopez.pdf>, consultado el 20 de mayo de 2019.

Mosches, Eduardo (2006). Susurros de la memoria. México, Molinos de Fuego.

Francesca Gargallo Celentani: Escritora de ficción, poesía y ensayo histórico y filosófico, es doctora y maestra en Estudios Latinoamericanos y licenciada en Filosofía. Ha sido profesora-investigadora de la uacm desde su fundación hasta 2014, año en que decidió volver a la escritura creativa y la investigación autónoma. Es autora de las novelas Al paso de los días, Estar en el mundo, Marcha seca, la Decisión del capitán, Los pescadores del Kukulkán, entre otras. Tiene a su haber tres poemarios, cuentos para niñas y niños y los libros de filosofía feminista: Ideas feministas latinoamericanas y Feminismos desde Abya Yala. Está en prensa un libro de ensayos sobre estética feminista nuestroamericana.

(Notas)

(1)

Según lo que Magali Lara le relató a Elizabeth Ross el 2 de junio de 2019, los tres libritos eran parte de una serie de trabajos que Carmen Boullosa y ella hicieron a mediados de la década de 1980 para un libro que nunca se publicó y se iba a llamar La Infiel, título que pasó a la primera exposición realmente importante de Magali Lara, en el Museo Carrillo Gil en 1986. Sus temas eran las diversas personalidades que acompañan a una mujer que, al ser así, es infiel a todos y a sí misma, en cuanto está en busca de su territorio. Usaban una el trabajo de la otra para hacer versiones de los cuentos-poemas y dibujos. De los tres libritos que Aralia me regaló, Pablo Torrealba imprimió una serie de 25 serigrafías. A raíz de esta información averigüé que La Infiel era, además, un proyecto editorial feminista que no prosperó, y que iba a salir por la editorial La Tercera Parte de la Noche, en la Ciudad de México.

(Interpretatio, 5.1, marzo-agosto 2020, pp. 75-87)